CUENTOS
UN ESCHER ENTRE JAZMINES, de José De Ambrosio
Ilustración de Claudio Noguerol.
Euclides ha sido
ignominiosamente derrotado en el patio de mi casa. Semioculto entre los
frondosos jazmines que cubren la pared del fondo, la que linda con el garaje de
Violeta, atesoramos un escher.
El hallazgo me fue revelado el día que
Alina regresó. Envuelta en su chalina roja entró radiante, con largos pasos
decididos, en ese amanecer dominical; luciendo amplia sonrisa me abrazó y me
besó. No hablamos, como si nos hubiéramos despedido un par de horas atrás. Supe
que había olvidado mi imprudencia con Nicole, o quizás no, quizás la mantenía
encerrada en su cofrecito de rencores para esgrimirla en futuras batallas.
Convivíamos desde
hacía seis años, cuando nos conocimos en una fiesta urbana entre luces hipnóticas
y música estridente; esa noche (y todas las siguientes) dormimos juntos.
Cuatro meses más
tarde, impregnados de inmobiliarias, periódicos y horas de internet, logramos
comprar una pequeña casa en los suburbios. Al fondo la reliquia: un patio de
tierra donde me concedí un antiguo deseo, un jardín para disfrutar de mis artes
florales. Me daba placer crear vida, aunque se tratara de vida vegetal; en el
jardín relegaba al mundo y sus demonios para vigilar a los cálices y corolas, androceos y gineceos de mis caléndulas y alhelíes. Retornaba de la
oficina con los últimos filamentos del sol poniente y con las primeras sombras
regaba, podaba, trasplantaba, sembraba. Alina se sentaba en esos calmos atardeceres
frente a su caballete para inundar sus telas de paisajes pampeanos.
La mañana de su reaparición me sumergí
de buen humor, tijera de podar en mano, entre mis capullos. A la izquierda de
los rosales divisé una hilera de granos similares a un arroz negro: visita de ratones
furtivos. La seguí como perro rastreador; la huella se internaba por detrás de
los geranios, eludía la Santa Rita y se hundía en el follaje de los jazmines.
Aparté las hojas y la vi. Una cueva de ratas.
Al escrutarla noté lo inusual: sus
dimensiones superaban las de una simple covacha ratonil, unos veinte o treinta
centímetros de diámetro calculé. Más asombroso era que no se advertían bordes definidos;
una niebla entre hojas, una ¿cómo describirla? ventanita difusa, una apertura a
la nada. Me froté los ojos: la nebulosa persistía. Me hinqué para examinarla;
en el interior latía una suave luminosidad, como de luciérnagas. Claro que por
estas comarcas no deambulan luciérnagas. Ni hongos luciferinos, ni criaturas
abisales ni duendes con linternas.
Hurgué en el
galponcito de los trastos hasta que localicé la trampera para ratas. Con
cautela, empujando con una maderita, la acerqué a la cueva. En el sorprendente
agujero el rectángulo de madera se deformó en un óvalo, en un cuadrado y finalizó
configurando un triángulo perfecto.
Reaccioné como un
australophitecus en la noche amenazante de la jungla: con los ojos cerrados y
en cuclillas cubrí mi torso con los brazos. Ignoro el tiempo que transcurrió
hasta que los temblores me restablecieron la conciencia.
Desconcertado y confuso (¿se había deformado la trampera o fue una
ilusión óptica?), me replegué hacia líneas seguras. En el living Alina
lucía su boina púrpura mientras delineaba en tela una tardecita pampeana, lo de
siempre, un caldén recortado contra el horizonte; me sonrió, pero un fugaz
vistazo le bastó.
¾Estás pálido.
Con aire distraído eludí el tema
balbuceando vaguedades. Elogié su boceto.
¾Tu pintura trasmite la tristeza de
los atardeceres en la llanura, con esos tonos
mates y los caldenes.
¾Caldenes que
ofrecen refugio a quienes pretenden evadirse- me miró con ironía.
Callé, displicente.
A la siesta,
mientras Alina dormía, emprendí una excursión exploratoria, Allan Quatermain ingresando
a las minas del Rey Salomón.
Allí subsistía, invariable. Brumosa,
tenuemente iluminada. Arrojé un fragmento de madera al hueco. Aún en el aire la
astilla se vaporizó, se desintegró en una miríada de partículas para coronar en
una graciosa nube, una deslumbrante aurora polaris en miniatura. Relegando
temores atávicos me armé con unos guijarros del cantero de verbenas y de
hinojos lancé uno. Me fascinó una gala de ilusionismo: la piedrecilla, igual
que antes la madera, se fragmentó en corpúsculos microscópicos, pero esta vez
se reagruparon al instante para moldear un cubo perfecto, seguido de una pirámide
azul, un poliedro irregular, la diminuta figura de un león, una minúscula basílica.
El resto de los
pedruscos y toda clase de objetos que fui lanzando me regalaron otras tantas
exhibiciones circenses.
Regresé
a la casa para lavarme el rostro. Me miré al espejo. Vamos Milos, rigor analítico. Había devorado incontables libros de
divulgación científica y de filosofía ¿y qué me ofrendaba el prodigio del
jardín si no un desafío a mis conocimientos?
Volví animado y
resuelto a indagar en profundidad. Todo un orbe nuevo para investigar y analizar,
Darwin en las Galápagos. Comprobé que en el portento las paralelas (para el
caso dos largas agujas de tejer que hurté del cesto de costura) se tocaban,
entrecruzaban y retorcían en singulares arabescos, aleteando al modo de alegres
mariposas del estío. Las rectas se desintegraban, se curvaban, se espiralaban,
danzaban primorosas. Con ramitas armé en el suelo un triángulo rectángulo y lo
empujé hacia el hueco; antes de disolverse el ángulo recto prodigó varias
medidas: ninguna de noventa grados.
La demente geometría no agotaba las
propiedades de esta generosa lámpara de Aladino. La física entera naufragaba,
los sólidos se disolvían en el aire. Era evidente que me había vuelto loco. Los
milagros no existen, la regularidad el mundo es obstáculo insalvable, ya lo
probó Hume. No obstante resolví tratar al fenómeno como si fuera real, como si
se hubiera formado en el exterior de mi cabeza. No pensé justificarlo con divinidades
o brujerías; imaginé causas extravagantes: un
corrosivo ácido aéreo, una avanzada extraterrestre, una emanación tóxica de mis
flores. Las desestimé, decidí atenerme a los hechos sin apartarme del método
científico; formulé así la única hipótesis aceptable fuera de un trastorno
personal: en ese sitio el cosmos prescindía de sus leyes fundamentales y rompía
con miles de millones de años de estabilidad de la materia.
Mi vida (la de
todos), fue guiada por una serena confianza en la persistencia de los objetos.
Una naranja depositada por la noche en la
frutera perseveraba a la mañana como una naranja en la frutera.
Ahora la física se
había rebelado.
Sin aviso Nora Mastandrea se proyectó en
la pared interna de mi frente; la profesora perdida en el pasado que nos
inculcó los dogmas de la geometría. Una
recta consta de infinitos puntos alumnos, los teoremas son rigurosos, las
paralelas jamás se encuentran, los ángulos interiores de un triángulo equivalen
a dos rectos. Aprendí que Eratóstenes confió tanto en la geometría que
logró medir la circunferencia terrestre veintidós siglos atrás.
Al modo del vórtice de un huracán, esas
enseñanzas se me presentaban en forma caótica y pronto naufragaban en este lago
de incongruencias.
Una zona de
no-gravedad y de no-geometría. ¿Zona de no geometría? ¿Qué desorden era éste?
Geometría y gravitación perduran desde los albores del cosmos, mucho antes de
que los hombres descubrieran sus principios. Ningún animal, incluyendo los
homínidos, podría haber sobrevivido sin ellas. El planeta no albergaba zonas libres de geometría. Tampoco zonas libres de gravedad. Pero en este agujero, simulando grotescos
espejos de feria, la realidad se retorcía, las constantes físicas quedaban derogadas
y los puntos geométricos se negaban a integrar cualquier disposición uniforme.
Al concluir mis papeleos de rutina
regresaba a casa impulsado por la ansiedad. Encontraba a Alina preparando
tranquila sus útiles; como antes el jardín para mí, la pintura le brindaba el
olvido de fórmulas y compuestos. Avanzada la noche volvía yo taciturno al
comedor, callando todo y eludiendo cualquier alusión a mi estado de ánimo. Dialogábamos
poco, aunque en ocasiones advertí que ella me estudiaba inquisitivamente.
En los días
siguientes emprendí caminatas por el vecindario. Los muros resistían idénticos
hasta en sus manchas de humedad y los sugerentes grafitis. En las copas de los
paraísos los gorriones ensayaban sus cabriolas; ciclistas y peatones huían de
los automóviles depredadores igual que antílopes ante un guepardo. Como maná
celestial recibí los amables saludos de mis conocidos; verifiqué que los
relojes y los semáforos conservaban su ritmo, que doña Leonor barría de su
vereda las hojas otoñales y que los comercios alzaban sus persianas en los
horarios habituales. Cumpliendo pautas euclidianas el recorrido del cartero se
ajustaba a la menor distancia entre las viviendas. Los objetos permanecían incorruptos
al cabo de las horas y los días. El mundo no había cambiado.
Salvo en mi jardín.
Allí radicaba una franja de organización (mejor dicho: de desorganización)
espacial distinta. Cuerpos y formas se disolvían en sus componentes mínimos, no
en los átomos cuánticos sino en aquellos otros intuidos por los eleatas: puntos
inextensos, la unidad final de la materia, indivisible y eterna. “No existen más que átomos y vacío”
aseveró Demócrito. A su lado protones, neutrones y electrones son los gigantes
de Brobdingnag. Las azarosas colisiones de los puntos griegos arman los
objetos, todos los objetos, el universo entero. Pero ahora, entre mis jazmines,
esos mismos corpúsculos se negaban a integrar sólidos perdurables. Todos mis
ensayos arrojaron resultados similares: las partículas se separaban en el
agujero tenebroso para aglomerarse por su cuenta creando figuras arbitrarias,
gemas cristalinas, copiosas cataratas, una llave, Las Meninas.
Desde mi niñez me pregunté cuál sería el
pegamento invisible que mantenía cohesionados los infinitos puntos de las
rectas, el mismo pegamento, suponía, que adhería a las partículas del universo
¿Qué hacían esos entes enfilados con prolijidad sin osar ¾ni uno sólo¾ salir de la formación y bailar a su
antojo? ¿Por qué razón se mantenían codo con codo en una hilera cuasi militar,
acatando ignotos mandatos? Hoy, entre mis pimpollos, explotaba una rebelión. Para mi satisfacción (y mi desconcierto) esos puntos
y esos átomos desobedecían reglas, rompían filas, retozaban en danzas
aleatorias, se situaban a placer en las configuraciones más estrambóticas. Al
ser infinitos nada les era negado, podían fusionarse para conformar glaciares,
bonsái, nogales, clepsidras o estrellas de mar: el material no disminuía ni la
millonésima fracción de un nanogramo. Allí, como las arenas en las altas dunas,
continuaban apilándose ilimitados puntos aptos para modelar nuevas esculturas.
¿Cuántos objetos pueden componerse con un material inagotable? ¿De qué tamaño?
Montañas, océanos, planetas ¡cosmos acabados!
Infinito menos infinito igual a infinito,
Georg Cantor dixit.
Semejante secreto me abrumaba. Cuando excluí
por completo la hipótesis de la locura resolví aflojar tensiones, dar escape al
gas antes de que estallara. Una lluviosa mañana mientras el café silbaba en la
cafetera y Alina preparaba las tostadas, me decidí. Había pensado diversas
formas de contárselo para que no sonara inverosímil pero llegué a la conclusión
de que eso era impracticable. Sin rodeos se lo arrojé durante el desayuno.
¾En el patio
albergamos un área no geométrica. Los postulados fracasan las rectas son curvas
los cuerpos se desintegran la gravedad no opera las partículas gozan de
autonomía ¾farfullé atropelladamente.
Me miró, incrédula.
¾¿Podés repetir eso?
Lo repetí.
¾¿Es una broma de
mal gusto? ¿No es geométrica pero es un área, Milos? ¿Partículas autónomas?
¿Qué dislates son esos? ¿estás desvariando?
Sus profundos ojos negros refulgían: la
vi más hermosa que nunca. Admiraba su inteligencia y su rigor lógico. Ahora su
formación como ingeniera química se oponía, tajante, a mi relato: vivía en un mundo sólidamente edificado ¿y yo pretendía dinamitar
las columnas maestras?
Me esforcé para persuadirla. Durante más
de una hora, mates de por medio, argumenté con elocuencia que me conocía bien,
sabía que no padecía delirios, que ejercitaba el pensamiento científico. Mi
vida, le constaba, se deslizaba serena, previsible. No estaba imaginando, el
fenómeno era exterior a mí, yacía en el patio escondido entre los jazmines.
Por fin exigió
constatar la evidencia. Lo hacía, comprendí, para demostrarme que estaba alucinando.
¾Lo comprobarás ¾aseguré.
La guié hacia el
fondo del jardín. Al llegar a la cavidad se agachó y, sin un gesto, la estudió
desde todos los ángulos posibles. Al cabo se irguió y con suavidad (y la mirada
levemente irónica) lanzó a la abierta boca un pétalo de alhelí. Al instante
explotó en un arco iris que mutó a un minúsculo volcán arrojando magma. Bajo
nuestros ojos rodó una antigua bicicleta en miniatura.
Sin ocultar su
exaltación repitió el experimento, ahora con una rosa.
Y así durante horas. Hasta que se rindió
incondicionalmente.
Desde entonces el hueco fabuloso reclutó
dos adeptos. Alina me acompañaba a diario en las investigaciones que nos
deparaban renovados asombros. Disfrutábamos burlándonos de la geometría
clásica: con regla, compás y escuadra obteníamos resultados insólitos, que
festejábamos a las carcajadas. Jamás, por ejemplo, en un triángulo rectángulo
el cuadrado de la hipotenusa resultaba igual a la suma de los cuadrados de los
catetos. En cambio recibíamos círculos, espirales, formaciones fractales. Lluvias
luminosas. Caprichosos copos de nieve violetas y rosados. Semejando niños en
una feria, extraíamos de la galera conejos, palomas o hipocampos. El paseo
cotidiano se tornó en necesidad y pronto en adicción, dedicábamos las jornadas
íntegras a visitar nuestra pequeña felicidad antigeométrica.
Lo bautizamos escher. Ambos admirábamos
esas extravagantes estructuras de M.
C. Escher, irreverentes, paradójicas, irrespetuosas del
espacio. De un rincón de nuestra biblioteca, detrás de los doce tomos de
historia universal, rescatamos el volumen con preciosas láminas de sus
grabados: escaleras exteriores
que llevaban a interiores, otras que bajaban sin fin, trípodes con cuatro
extremos, manos que se dibujaban a sí mismas, reptiles que salían desde su
dibujo plano, se corporizaban tridimensionalmente, giraban y regresaban a su
chato origen.
Escher, inferimos,
disfrutó de una de estas oquedades portentosas; es probable que la atesorara
por años. Sin ella jamás hubiera logrado tales distorsiones de la realidad. Día
a día reproducía en tintas y litografías las figuras inverosímiles que se le
brindaban.
Alina lo imitó: en
noches prolongadas trasladaba meticulosamente a tela y papel las curiosas
disposiciones de la materia que nos obsequiaba el escher.
He investigado durante meses. No me resigné a aceptar
el desorden sin cuestionamientos, debía existir una explicación racional. Agoté
la pesquisa en enciclopedias y fuentes electrónicas: así supe que en las
estepas siberianas se han descubierto ciertas burbujas subterráneas. Los
científicos teorizan que son glóbulos de gas formados por derretimiento del permahielo;
ello permitió la filtración del metano. Una explicación artificial, falsa: yo sé muy bien de qué se trata.
Rastreé
en la historia: hace setecientos
cincuenta siglos, mientras el homo sapiens
emprendía largas caravanas en su éxodo desde el África, el volcán Toba de Sumatra
explotó. Una explosión superior a cualquier erupción de la historia; a su lado
el Vesubio que enterró a Pompeya fue un simple estornudo planetario. Setenta mil años más
tarde, en 1815, el volcán Tambora de la isla de
Sumbawa lo superó: lanzó a la atmósfera cincuenta kilómetros cúbicos de magma y
cenizas. Es famosa la posterior catástrofe del Krakatoa. También lo son el aún
inexplicado desastre de Siberia en 1908 y el tsunami del Océano Indico que en
el 2004 mató a un cuarto de millón de personas.
Uno por uno marqué con
minúsculos círculos rojos esos y otros datos en un planisferio gigante, colgado
en una pared bien iluminada. Así visualicé un mapa donde no omití los fulgores de
mi patio. Estudié con atención esa desordenada cartografía de eschers: era el
plano de la destrucción.
Recorté
los informes completos y sobre la mesa del comedor fui armando un puzzle con
enlaces cronológicos y geográficos. Todo cerraba en armonía, aunque no
visualizaba regularidades. Discurrí una teoría sencilla: los cataclismos se
desencadenan en regiones aleatorias, pero su frecuencia se incrementa.
Las señales
se multiplican. Grandes ciudades, Venecia, México, Detroit, Tombuctú, se hunden,
caen hacia eschers que bajo la superficie las aguardan con sus bocas
predispuestas. Los glaciares se reducen vertiginosamente porque sus componentes
se desagregan en forma idéntica a mis guijarros. ¿Y qué otra cosa es la falla
de San Andrés si no un magno escher aherrojado bajo la corteza californiana?
La explicación es simple e irrefutable: al plasmarse
el planeta con el agrupamiento de los elementos pesados se engendraron fisuras
en su interior. Los silicatos de la corteza y las formaciones de hierro y
níquel en el manto no se solidificaron en forma homogénea: admitieron cápsulas
aisladas, globos de vacío, al modo de las burbujas gaseosas que se advierten en
los vidrios mal afinados. Ampollas geológicas de todo tamaño, las descomunales
que provocan hecatombes y las diminutas, algunas de las cuales afloran en
inocentes jardines. En el seno de estas fallas no cuajaron las constantes del
universo, no se activaron las fuerzas cohesivas: ni las nucleares,
ni las electromagnéticas, ni la gravedad. Defectos de fábrica.
A mi no me distraen las especulaciones
pseudocientíficas: se muy bien que las grandes calamidades naturales se
originan en esos eschers formidables que al modo de una supernova y por razones
que ni puedo imaginar explotan de súbito, disgregando lo que capturan a su
alcance.
El proceso no se
detiene; en Siberia las burbujas de la tundra preanuncian un escher ciclópeo en
formación. California está condenada. La escherización mundial, aunque lenta,
es constante: el planeta se deteriora. Un día no muy lejano todo el orbe estará
atravesado por infinitas redes de eschers, al modo de un colosal queso gruyere, sin leyes físicas previsibles. Toda línea se
descompondrá en incongruentes formaciones. La geografía se alterará; en una geodinámica alucinada los
continentes se fragmentarán en mil pedazos para reunirse en nuevas Pangeas y
Gondwanas. En ese apocalipsis el espacio y el tiempo serán un revoltijo informe
e indescifrable. Los sobrevivientes vagarán extraviados en un mundo que no
entienden, deglutidos por abismos, océanos y montañas. El entorno insensato no
demorará en aniquilarlos. Milenios de evolución se perderán mientras la Tierra
continuará girando ciega en su órbita, un páramo rocoso con su carga de muerte
y desolación.
Aguardando apaciblemente el final, con
Alina acarreamos bebidas y mecedoras y en lánguidos crepúsculos nos sentamos
frente al escher para asistir a sus alardes. Al modo de quien echa leños a una
hoguera, cada tanto lo alimentamos con un alfiler, un grano de maíz, un botón,
una gota de miel. El escher nos devuelve paraguas, asteroides, delfines,
géiseres.
Nunca aminora el asombro: ante cada
prodigio emitimos voces de felicidad. Quizás no sea más que mi ilusión:
sospecho que el escher se esmera en ofrecernos sus más altas invenciones. Así
transcurren los días, cada vez más prolongados y pálidos: el césped se decolora,
los pájaros aminoran su vuelo, los sonidos se atenúan y el aire es más suave.
Inexorablemente el escher nos devorará,
al modo de los agujeros negros. Tarde o temprano comenzará, implacable, su
tarea de pulverización; toda cohesión se esfumará. En la hora del ocaso nuestras
formas corporales se desvanecerán, nada perdurará de manos, cabellos, piel,
rostros. Los músculos, los huesos, la sangre, se desmenuzarán. En un
nanosegundo los tejidos se degradarán en células, las células en moléculas, las
moléculas en átomos, los átomos en quarks, los quarks en las indivisibles
partículas de Demócrito.
Entonces los puntos inextensos que
fueran nuestros cuerpos florecerán en tenues nubecillas, que poco más tarde
serán dispersadas por los indiferentes vientos del otoño.
© José De Ambrosio
José
De Ambrosio
vive en Santa Rosa, La Pampa. Es abogado y escritor. Integro la Asociación Pampeana
de Escritores. Ha publicado en antologías y revistas de argentina y España, y
en el suplemento literario del diario La Arena de su ciudad. Uno de sus
relatos ganó el Primer Premio en un concurso organizado por la revista “Puro
Cuento”, cuyo jurado integraban Mempo Giardinelli y Marco Denevi.
Publicado en PROXIMA #42 - OTOÑO / NORTE |
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